A Veces la suerte de las noches te deja resplandores fugaces, amistades que el tiempo se lleva como las olas, que se parecen unas a otras y se esfuman en los recovecos del mar. Pero a veces la noche se compadece de tu soledad y, aun en tiempos oscuros, conserva para ti tesoros que jamás te abandonan, hasta el fin. La noche fue el día de muchos de nosotros, en las épocas en que aun mirábamos más a los amigos que al teléfono móvil y las conversaciones eran parte de la alegría de compartir.
En ese historial que tiene no tantos renglones como hubiera sido deseable está un amigo peculiar, de alegría infinita, de seriedad profunda, como de filósofo peripatético, que acaba de morir en Valsequillo, Gran Canaria, donde durante muchos años cultivó amistad y flores hasta las tantas de la madrugada. Se llamaba Ronald Ramírez, tenía 69 años desde agosto y murió por culpa de una enfermedad maldita esta última semana.
La vida se nos ha ido llevando, a mi generación y a otras generaciones más jóvenes, a quienes compartieron la alegría de esperar mejores tiempos, y nosotros nos hemos ido quedando como testigos provisionales de historias que han de completar otros. Muchas veces esas historias no tienen por qué referirse a grandes hazañas, sino a menudencias que, en un momento determinado, a lo largo de días y de noches inolvidables, dejaron la huella, simplemente, de la risa o del recuerdo. Recordarlo es nostalgia o melancolía, pero también materia de la vida que sigue, pues nadie avanza si no es con las muletas que nos deja la experiencia de haber querido a otros.
Ronald tenía, como reflejó este último viernes La Provincia, una larga historia de servicios democráticos a la izquierda en España y concretamente en Canarias, pues a su generación le tocó tomar el testigo de la lucha de sus padres comprometidos con la República y con el combate contra el fascismo. Él prosiguió, en su caso, el ejemplo civil de su padre, y por eso sufrió cárcel o persecución, e incluso exilio, en una época en que parecía que la dictadura se adormecía, pero seguía moviendo su cola bárbara. De esa herencia de resistencia y de lucha se hizo su alma; en un momento determinado, decepcionado de que la izquierda que él abrazó se enroscara a su vez entre las mieles del aburguesamiento, y lo hiciera con alegría suicida, lo llenó de escepticismo. Su nobleza le impidió el desdén, y a las falencias humanas ante el halago y el posibilismo respondió con un sentido del humor que, como decía su amigo Diego Talavera en aquella información de Juan José Jiménez en La Provincia, siempre trabajó más la gracia de Groucho Marx que las añoranzas del otro Marx tan famoso.
Algo fundamental añadía Ronald a esa pureza con la que mantuvo sus ideas sin estorbarlas con reproches. Era su sentido del humor para hacerte la vida grata de noche y de día, sin importunarte jamás con lo que, por otra parte, siempre hubiera sido legítimo: sus propios problemas personales de cualquier tipo. Creo que su dedicación tan potente al cultivo de las flores silvestres es un símbolo mayor de su carácter, pues las flores, delicadas y efímeras, guardan en su esencia la generosidad de quien las cuida para que siempre resulten frescas e iguales, aunque siempre sean distintas de un día para otro. Hablaba de ellas como si no fueran tan solo parte de la tierra o de las casas, sino prolongaciones de su amor por lo que en la naturaleza hay de quien la cuida.
En ese clima que provenía de su convicción de que, a ciertas alturas de la vida, casi todo era más relativo que el amor o la amistad, o que las propias flores, él convirtió lo que pasaba en una conversación incesante que partía de su curiosidad por hacernos creer que la vida de los que lo rodeábamos era más interesante que lo que él sabía. En esa manera de ser nos envolvió a todos hasta cuando padeció dolor y éste, además, le resultó imposible de soportar. Ronald fue, hasta esos instantes en que ya nada que se pueda decir es más importante que lo que se siente, un amigo interesado por las vicisitudes de los otros, como si el tiempo de la amistad fuera una casa en la que no cupiera la queja propia. A él se le podía aplicar la definición que Hemingway escribió de uno de sus personajes: “Conoció la angustia y el dolor pero nunca estuvo triste una mañana”. Esa fortaleza admirable fue un rasgo de su generosidad, más ocupada en los problemas ajenos que en la propia amargura de irse despidiendo. Sin duda, esas actitudes provenían de su inteligencia sentimental para querer sin decirlo y de su entendimiento de los otros hasta en los más pequeñas detalles.
Pronto supe por qué lo buscaban los amigos de los días y de las innumerables noches: porque con él cualquier conversación derivaba en seguida al fondo de lo que nos pasaba, sin cometer la imprudencia de querer sacarnos del pozo con admoniciones. Su práctica era mayéutica: nos hacía preguntas que nunca resultaban casuales sino fértiles, capaces de resaltar en nosotros lo que éramos incapaces de poner en palabras. Ronald (Roná, como él decía) era suave y hondo como un poeta, pero no se le hubiera ocurrido nunca decirnos versos para calmarnos. Lo suyo era la risa, esa era la cara de su alma, y ésta era mucho menos ligera que lo que sonaba en las noches felices que compartimos.
Las noches con él, en aquellos tiempos en que él sanaba la soledad ajena como si fuera un mago, se pasaban volando, y uno las hubiera querido eternas para seguir riendo, en Valsequillo o en los bares de entonces, de las solemnidades aparentes de nuestras propias quejas. Él le quitó hierro a casi todo porque sabía que todo debía ser suave y fuerte como su carácter y como las flores.