Si te duele Cuba, si te abruma que la Isla se agriete, pero la opción es irte y no contribuir a repararla, has de respetar, a los que se quedan, dispuestos a restaurarla, y a los que de lejos apuestan por ayudarla.
No ofendas, no hieras, no dividas, no aplaudas, como si las penas fueran el cierre de un espectáculo.
Cuba somos todos, en las buenas y en las malas, no la niegues como pecado ni la escondas como desliz.
Si solo eres capaz de sentir vergüenza por sus errores y nunca orgullo por sus conquistas, entonces ya has empezado a perder a Cuba, se han aflojado tus raíces y, poco a poco, de tu dolor real pasarás a un rencor injustificado hacia todo aquello que antes fue entrañable y querido.
No asumas el desarraigo como bandera ni apuestes por el fracaso de tu noble tierra, mientras otros la atacan con saña, otros que no llevan tu sangre ni han disfrutado nunca el sabor de esta Isla. Pero no te sumes, no seas parte del coro, aunque abunde la paga y sea buena la cena.
Solo existe una Patria y un dulce lugar donde nunca vas a ser extranjero.
Defiende con orgullo nuestras cuatro letras, estremécete cuando escuches el himno, viste los colores de tu bandera, preserva tu identidad bajo cualquier cielo, que nunca será tan azul como el tuyo.
Puede ser cómodo sentarse allá, a la sombra del poder y la abundancia, mirar la mesa servida y el auto nuevo, mientras se escribe un post acusatorio y ofensivo, o se comparte una andanada de odios contra los que alguna vez fueron compañía amistosa o familia apreciada.
No es valiente hacerlo mientras se ignora, con toda intención, el apretón descomunal del gigante sobre el cuello agobiado, pero firme, de toda una nación.
Los que se van no están obligados a odiarnos. Solo podría entenderse en los vergonzosos casos en que el odio se paga y los convierte en mercenarios y, sin embargo, como arrastrados por una marea de mentiras y rencores inexplicables, algunos prefieren maldecirnos gratis, tal vez como un guiño vergonzoso a quienes los acogen, esos que ni así los llegarán a considerar verdaderos hijos.
Que un extranjero ignore nuestros males, pudiera –aunque tampoco es loable– encontrar una extraña lógica en el desconocimiento de nuestra historia y el momento que vivimos, pero que un coterráneo se regocije hasta con la derrota de un deportista de su Patria, es la mayor aberración imaginable y la negación tácita de lo que significa ser cubano.