Detrás de millones de vidas salvadas en Venezuela, en los últimos 22 años, hay múltiples historias de profesionales cubanos.
Carlos Rubén y Myladis, en tarea de logística él, de estadística ella, unieron sus vidas hace 12 años en la misma ciénaga matancera que, en una noche de cena criolla, vio a Fidel en gesto de amor con los carboneros, bajo los árboles que después, en abril de 1961, verían al odio mercenario matar, y al amor empuñando fusiles.
Aireados con esos vientos llegaron aquí, «por amor», dice él; «por amar», intercede ella. Carlos llegó primero, «y fue difícil», admite. «En las noches llegaban a mi recuerdo ella y nuestros retoños, Claudia y Valiant; también mi hijo mayor y mis padres. Todo ha sido distinto en los últimos ocho meses: ella me trajo su hombro y aquí está el mío; el gorrión da sus vueltas, pero entre los dos lo espantamos».
«Hemos llorado juntos, en videollamadas con Valiant y Claudia», confiesa ella, «eso también es amor». Pero, intercede él, «hemos aprendido a evitar que eso nos suceda y, cuando no, uno de los dos toma la iniciativa; una broma, un chiste, algo, pero salimos del bache sin que Claudia ni Valiant nos vean tristes».
Sus vivencias en Venezuela retratan la luz de una revolución joven todavía, y la sombra de un egoísmo que asoma su oreja peluda en las fronteras del sur, aúlla desde guaridas externas, roba, sabotea, intenta el magnicidio, y lanza dentelladas de criminalidad.
«Esas escenas, tan ajenas a Cuba, nos hacen valorar mejor a nuestro país», comenta Carlos Rubén Benítez Martínez. «Siempre lo hemos apreciado, pero nacimos libres de episodios así; sabemos del pasado por los libros y por nuestros abuelos; aquí lo hemos visto; entonces uno compara, y ama a su país con más fuerza».
«La Cuba que nos vio nacer es un regalo de amor, de Fidel y de los que junto a él la hicieron posible», razona Myladis Torres Milán. «Quien conoce nuestro país, si sabe de amor, lo ama».