He visto vendutas repletas de todo cuanto podamos imaginar y allí, entre montones de ropas y alijos multicolores, un par de niños en edad escolar pregonando sus mercancías, con una voz infantil, que a esa misma hora debería estar repitiendo las vocales o las tablas de multiplicar, en una escuela a la que no van, por obra y gracia del mercado y del neoliberalismo.
Han venido manos pequeñas a limpiar los vidrios del carro; cuando, por razones laborales, he transitado por avenidas allende los mares, donde el confort de los autos modernos y la pulcritud de un pavimento sin baches, resultaría suficiente para lamentar, hasta el infinito, la desdicha de mi autopista nacional, lacerada y peligrosa; pero desde La Habana hasta Guantánamo no hay un solo niño apostado a la vera de esas vías, en vergonzoso esfuerzo por obtener algo de dinero, indispensable para subsistir.
He notado la cara indiferente de mis anfitriones de ocasión, en noches latinoamericanas, cuando resuena el eco de los disparos en cerros, chabolas o céntricas calles.
Ellos tal vez se han percatado del asombro inevitable en mi rostro, inadaptado al trajín de las balas perdidas, ausentes en mis humildes y esforzadas ciudades o en los más recónditos pueblos de la geografía cubana.
He conocido a personas con familiares desaparecidos por la policía o el ejército, amigos secuestrados, con vecinos asaltados en sus vehículos a la salida del trabajo.
Han narrado esas experiencias con una mezcla de resignación y tristeza; yo he permanecido en silencio: en cinco décadas de vida y dos grandes ciudades cubanas en mi registro de residencia, no tengo historias así para contar.
La cara oculta de la Luna capitalista no suele verse con facilidad en los medios de prensa afines a ese sistema, encargados de exaltar solo la parte iluminada.
Es imprescindible escrutar más allá de las vidrieras y sentir que el dolor de los excluidos es un precio demasiado alto para no ser tenido en cuenta.