Casi todos hemos tropezado con esa persona a quien, no importa la cantidad de evidencias que le pongas delante, sigue empecinado en reclamar como cierto lo que a todas luces no lo es.
Esos estados de negación nos visitan a todos los seres humanos alguna vez, para la mayoría como un mecanismo de protección sicológica frente a conmociones existenciales.
Está en nuestros genes, aunque sea temporal, para no volvernos turulatos.
Pero la persistencia en el tiempo de esos estados termina por perjudicar a quien los mantiene, incluso más que a quienes lo rodean.
El terraplanista es la primera víctima de sí mismo. Pero es más complejo que eso.
Randy fue un mago estadounidense de éxito, que dedicó la segunda mitad de su vida a combatir la superchería. Decía Randy que, en su experiencia de ilusionista, había comprobado que las personas más fáciles de engañar con trucos inteligentes eran las personas en apariencia más racionales, incluyendo científicos y profesionales de cualquier área.
Explicaba Randy que había una ingenuidad en el ser cultivado que lo hacía más vulnerable, y que era más difícil de hallar en los curtidos por la calle.
Eso es lógico para la inmediatez de los trucos, si pensamos que ese sobreviviente urbano, amenazado constantemente por la abrumadora circunstancia de un entorno hostil, necesita aguzar su capacidad de respuesta rápida, aunque sea incapaz de estructurar, con la misma efectividad, una respuesta a largo plazo.
Ya lo expuso el Lazarillo de Tormes, ese texto anónimo que nos demuestra que el pícaro es un infeliz que salta de charco en charco del aparente ingenio.
La exposición al peligro inmediato los vuelve rápidos, pero la falta de conocimiento profundo los hace menos adaptables a las exigencias que provienen de lo mediato, lo que se incuba con el tiempo.
En esa última categoría está lo sistémico, aquello que es intrínseco a un estado de cosas, y que necesita del juicio entrenado para desentrañarlo y, en consecuencia, solucionarlo.
En cualquier caso, el estado de negación permanente conduce a algo que se parece al boxeador que va dando tumbos por todo el cuadrilátero, sin saber de dónde vienen los golpes, e incapaz de erigir una defensa adecuada.
Tomen nota. No se puede estar yendo de un lado para el otro, como el caminante aleatorio, y pensar que la gente no se va a dar cuenta de que estás desorientado.
Desde los años 50 la sicología llamada de masas, que se había desarrollado para aumentar la efectividad de la propaganda comercial, fue instrumentalizada para llevar un mensaje político concreto a la población estadounidense.
Se estrenaba la Guerra Fría y, con ese carácter, el control social se volvía imprescindible.
Esa necesidad se hizo creciente en la medida en que el sistema se volvía cada vez más incapaz de demostrar, en la realidad objetiva, que era capaz de dar solución a los problemas que se acumulaban en sociedades cada vez más desiguales, y se hacía más evidente su insostenibilidad ambiental.
Es interesante cómo el capitalismo instrumentalizó verdades develadas por el marxismo para crear herramientas efectivas de neutralización social.
Las burguesías y sus representantes políticos de los países hegemónicos (subdesarrollantes es un término acuñado felizmente) exportaron a los países subdesarrollados la explotación que conduce a la miseria masiva.
Con ello pudieron crear una movilidad social entre los estratos de la base de la pirámide, que diera la ilusión de la posibilidad del ascenso a un número significativo de personas.
En los países tercermundistas, hicieron un ejercicio aún más perverso sobre la misma base: crearon un estrato medio como muralla separadora entre la base y el ápice de la pirámide.
La idea de la meritocracia fue vendida como engaño, y se le dio a la educación instrumentalizada el papel simbólico de llave liberadora de la pobreza.
El mensaje vendido es claro: el pobre es pobre porque quiere, o por bruto e incapaz.
Es así que, en su evolución, los más humildes terminan coexistiendo con la clase media que, cuando las cosas se decían como eran, se les llamaba pequeñoburgueses.
Estos últimos son necesarios e inevitables en el entramado del orden social capitalista.
La pequeña burguesía, como estrato social, incuba una mediocridad emergente del temor patológico a degradarse a la base de la pirámide social, y la aspiración frustrada de seguir escalando en esa misma pirámide.
No está conforme con su suerte, pero teme que en una revuelta pierda su estatus intermedio.
No hay nada más mediocre que lo que está a medio camino.
Sobre la base de ese cascarón social, incubaron miedos que fueron llevando a estados de paranoia: el miedo al pobre como mecanismo para evitar que se culpara al rico.
El temor de insomnio de la clase media es volverse pobre; contra ello enfoca su batalla cotidiana, y con ello se le ha reducido el horizonte de lucha a la subsistencia en el mismo orden de cosas.
El pequeño burgués teme proletarizarse, el proletariado del primer mundo teme al pobre que llega a sus fronteras y amenaza con precarizarlo más aún.
Y en el medio de tantos miedos sin aparentes salidas, surgen los monstruos con signo fascista.
Todo el ejercicio ideológico del capitalismo decadente, incluyendo sus instrumentos mediáticos y educativos, se enfocan en aupar esos mismos miedos.
No olvidemos la alerta de Corvalán, la perra del fascismo está otra vez en celo.