Las respuestas que nuestro José Julián Martí entrega ante el odio nos dejan un camino difícil que requiere el esfuerzo de escalar sobre nuestras propias miserias para ver la luz del amor activo. En las páginas de Abdala nos habla del odio y del rencor eterno, pero después que vive la experiencia dramática de las canteras de San Lázaro, comprende que el odio es una reacción y no sirve como energía revolucionaria.
Cuando pasa por Isla de Pinos, en 1870, ya está curado del odio, sus llagas purulentas se curan con las manos de Trinidad Valdés y con la comunión visible de una naturaleza que le ofrece la hierba para sus heridas.
No es que ofrezca la otra mejilla a cada golpe de la maldad, es que siente en su mejilla el dolor del otro, la disminución de la dignidad de la persona. Discute duramente con Collazo en cartas públicas donde lo acusan de servir a España, y nada queda del incidente en el alma del que sabe que la Patria no es sin el amor.
Prepara la guerra y al mismo tiempo gime en duermevela por la sangre que correrá en el país que convoca a la contienda, y en el dolor de madres cubanas o españolas. El 16 de diciembre de 1890 envenenan su copa en Tampa, y todavía con el estómago cruzado por el fuego del veneno, habla a solas con sus victimarios en un cuarto de donde salen llorando, y aquellos hombres vienen a la guerra a pelear y morir por Cuba. ¡Qué poder en el amor que edifica!
Martí comprende que la naturaleza del odio suele instalarse en el alma de los hombres, pero también el amor tiene allí su morada: «De odio y de amor, y de más odio que de amor están hechos los pueblos; pero el amor como sol que es todo lo abrasa y funde». El amor nos convierte en brasa, antorcha, fuego salvador; es una poderosa imagen que nos deja las luces encendidas para prevenirnos de las cegueras del odio.
Hoy las redes digitales visibilizan el odio del que están hechos los pueblos. La respuesta no puede ser el odio o la descalificación del adversario, eso nos lleva a caer en la lógica de la rabia y la mordida. No se trata de llevar a cada odiador a un cuarto oscuro para darle una conversación en la penumbra sobre el valor del amor, sino de responder, cuando fuera necesario, desde lo inteligente que no se desliga del amor.
En el acto de odiar pensaba la tarde en que se desparramaron estos versos: El odio no tiene alas para el regreso de las cigarras / va quemando las manos de Abel / y los caminos de la hierba. / No cree en los silencios que siguen a los barcos / el odio no sabe ser luz, / prefiere los ojos apagados del miércoles / cenizas que no dejaron una señal, / en la última travesura de la tarde.
Por eso, la llave no está en la reacción interminable sino desmontando los argumentos del adversario y encontrando incluso la verdad de un oponente. En un mundo dominado por emociones podemos ser arrastrados por ellas. Eso no significa la muerte de la pasión. Cuando Martí daba una entrevista en Jamaica y respondía las preguntas en inglés, al interrogarle sobre el tema de la anexión de Cuba a Estados Unidos sintió algo parecido a una cólera maravillosa y comenzó, sin darse cuenta, a responder en español.
La violencia de la guerra es el gran dilema ético de nuestro Martí, lo espanta la misión de «echar los hombres contra los hombres». Es que no quiere manos que quitan la vida. Y luego se entrega en sacrificio con un revólver en manos que no disparan; nos conmueve la imagen de Carlos Enríquez, en el cuadro donde la muerte quita el arma a Martí como diciendo, ¡tú no, Maestro!
Ponerse en el lado de los que «aman y fundan» no es una meta fácil, ni consigna de ocasión, ni siquiera la receta que nos entrega la cocina de la historia, es «querer con la voluntad y el cariño», como advierte Martí en carta a María Mantilla; es volver el yo hacia el nosotros, sumar voces sin rajar la garganta de los otros, convertir el amor en un sol con el don de salvarnos del odio que destruye.