Eran los años 70 y en las casas cubanas estaban muy de moda los afiches. Me parece ver a mi papá pintando de negro el borde del marco que mandó a hacer para colocar una estampa grande y colorida en la que se leía De lo real maravilloso, Alejo Carpentier.
Con toda certeza fue un domingo, pues durante la semana, incluso los sábados, el trabajo que asumía reclamaba, lejos de casa, su presencia.
Por algunos días el cartel había dormido enrollado en un librero pequeño, con apenas dos pisos de libros, todos leídos y a buen recaudo, en el que, junto a textos de corte científico, convivían, –por obra y gracia de la lozana imprenta cubana– títulos de las letras universales tales como las Narraciones completas, de Poe; El proceso y los Relatos, de Kafka; los Cuentos de Stevenson; los de horror y misterio, escritos por clásicos del género. Machado, Miguel Hernández y León Felipe, entre la poesía.
No fue, sin embargo, una especialidad en letras la que había escogido aquel muchacho apasionado por el conocimiento. La cosa fue de la mano de los laboratorios, las pipetas y probetas, las moléculas y los átomos y las propiedades de la materia. Un talento incuestionable lo situó pronto frente al aula, incluso sin haber concluido la carrera.
Con rostro casi adolescente, y edad cercana a la de sus alumnos, puso allí, junto a la enseñanza de la ecuación y las fórmulas, la nota precisa que protegía la expresión, la anécdota aprendida de los libros gozados, el empeño tenaz por cuidar el idioma.
Custodiados por el aura carpenteriana, supieron los de su hogar que estrenaría, en condición de uno de sus fundadores, los predios de la Vocacional Lenin; que allí asumiría grandes responsabilidades; que, al llamado selectivo del primer perfeccionamiento educacional, respondería con un sí, animado por la idea de ofrecer al estudiantado cubano lo más actualizado de una ciencia que no podía nombrar sin que se le encendiera la mirada.
Sin descuidar la constancia que exige un aula, fueron notorios los premios en importantes concursos, la presencia en todo evento educacional, el llamado a fungir como teleprofesor de Química de Preuniversitario y el cumplimiento de misiones internacionalistas en pos de la enseñanza de la región. Junto a todo ello, y como un bastión, la lectura.
Fueron obsesiones suyas los diccionarios y los misterios de la palabra. Una conversación con él podía tornarse profunda, indagando en los porqués lingüísticos; en las curiosidades y actualizaciones del idioma, que no concebía sino en permanente vínculo con el saber científico. Después, encontraría espacio para compartir el hallazgo con sus estudiantes.
El invierno de la vida llega también a los seres de luz, o a los tocados por ella. Usado por varios de sus compañeros y alumnos, el término se le ciñó con fuerza por estos días, al saberse del adiós de un hombre que supo dejar su huella.
Entre sus cosas sagradas, guardadas celosamente, y aparte de sus ya sagrados libros, reservó La pupila insomne, de Villena. De su devoción por el poeta hablan apuntes valiosos, y versos remarcados –no solo en el papel, asumidos por quien no se detuvo jamás donde no hubiera algo grande que hacer, y buscó lo inmensurable, en pos de la enseñanza.
Convencido de que el camino se hace al andar y de que la esperanza puede reverdecer hasta al más seco de los olmos, se marchó este marzo, en el Día Mundial de la Poesía. La elegía de su partida punzará siempre, pero será hermoso recordarlo con más razones cada vez que el tiempo marque en el calendario el inicio de la primavera.