• Sáb. Sep 30th, 2023

Actualidad Canarias

Últimas noticias sobre Canarias. Toda la información de Gran Canaria, Tenerife, El Hierro, La Gomera, La Palma, Fuerteventura y Lanzarote

» Especial Cuba » La Búsqueda De La Felicidad » Por Ernesto Estévez Rams «

Poractualidadcanarias

Jun 1, 2023

Arthur Conan Doyle creía en hadas madrinas. No en algún tipo abstracto de proyección sicológica con la que intercambiar pensamientos en un soliloquio disfrazado de diálogo, sino en hadas madrinas reales y concretas. Estaba convencido de que, si te internabas en un bosque con suficiente curiosidad y poder de observación, verías pequeñas figuras aladas con forma de mujer deambulando entre los árboles. Era tal su convicción, que hasta escribió un libro del tema basado en fotos trucadas, suministradas por un embaucador de turno.

Es paradójico que ello le ocurriera al creador del detective privado más famoso del mundo, Sherlock Holmes, conocido por su exigencia de la racionalidad más extrema. En hallar las secuencias lógicas que llevaran de un razonamiento a una conclusión, partiendo de la observación, tenía la irracional creencia en hadas madrinas reales. ¿Será que en casa del herrero cuchillo de palo, o será algo más complejo de la siquis humana?

Como bien sabe, la sicología, el conjunto de creencias que una persona termina asumiendo, no solo está basado en su nivel de conocimiento y racionalidad, sino que, con fuerza inusitada, influyen factores culturales que van desde los asumidos por su crianza, hasta los aceptados por encajar bien socialmente. Otros factores de igual peso son los que resultan de la recompensa que se obtiene de asumir determinadas creencias. En otras ocasiones, resulta de negar la posibilidad de que hemos sido engañados, una protección de la autoestima que termina siendo más perjudicial que el engaño mismo. Como a nuestra siquis no le gusta la bipolaridad, podemos terminar de rehenes de creencias que no se sostienen de cara a la realidad objetiva, por absurdas que parezcan.

La caída del socialismo soviético sorprendió a todos, tirios y troyanos, pero sorprendió a un sistema capitalista que ya, en su capacidad de avance civilizatorio, estaba agotado. La consecuencia fue desatar los diques que contenían la ambición de clase para la burguesía y, embriagados de la sensación de victoria, arremetieron contra todo lo que se interponía al desenfreno de la rapacidad, como si no hubiese futuro. Y de alguna manera en su pensamiento no lo había, como lo dejó claro Fukuyama.

A pesar de la borrachera pasajera del fin de la historia, los ideólogos del sistema, religiosamente abstemios, siempre supieron que para que la profecía se hiciera cierta, era necesario llevar a un nuevo nivel el control social. Y con racionalidad fría, aplicaron muchos mecanismos, como los tiempos, desenfrenadamente, en particular la redescubierta infantilización social.

A los niños los caracteriza la necesidad de la inmediatez. Como mismo no hay memoria para el infante, tampoco hay sentido de futuro. Todo es aquí y ahora. Y los niños, por la misma razón, son crédulos por naturaleza.

La infantilización social busca crear un adulto que no haya madurado en su pensamiento social y, por tanto, quiera solo el aquí, el ahora. Para lograrlo se necesita una conciencia social en la que la lectura sea sustituida por la inmediatez de lo visual, ya sea televisiva, por cable, o por servicio de internet. Necesita que la apreciación del arte se sustituya por impresiones visuales chocantes y superficiales, en las cuales la imagen no tenga más profundidad que lo que muestra de un golpe. Requiere de un consumo musical en clave simplificada, con letras que apelen solo al sentido de lo inmediato. Necesita de un concepto de lo afectivo como el de la necesidad inmediata de cariño que requiere un infante. Necesita de un sentido de sí, que se cierre solo en uno mismo, y se satisfaga con el gimnasio, donde crear la imagen de uno que implicará la aceptación etárea.

La solución para lograrlo es generar productos en los que se proyecte al cerebro un frenesí de acción, acompañado de sexo, de satisfacción de los sentidos, de una incomodidad latente de apocalipsis inevitable que borre la posibilidad de soñar un futuro. La idea de que el mundo fuera de uno y de su entorno inmediato es demasiado complicado para intentar entenderlo. Y cada producto se inyecta con la pretensión de que se borre de la memoria el producto que acaba de ser consumido. Necesitan, además, que la vida misma se perciba como ese frenesí que proyectan. Toda satisfacción se circunscribe al aquí y al ahora permanente.

Pero como es imposible, por más que lo intenten, reducir al ser humano a ese compendio de hedonismo, la acción de control se cierra en crear, fuera de las sensaciones, a un ser humano que, a contrapelo de las evidencias, se le pueda convencer de que las hadas madrinas existen y deambulan por el bosque, con solo entregarle un juego de fotos trucadas.

Si miramos al terraplanismo como un gigante experimento social de ver hasta dónde puede llevarse la credulidad humana, advertimos cómo se puede inyectar el absurdo de tal manera que termine formando parte de las creencias de los individuos, al punto de no querer renunciar a ella por irracional que sea. Entonces, adquiere sentido la explicación detrás de ese fenómeno de surrealismo social. El capitalismo nos quiere convertir en terraplanistas permanentes, con una chambelona que no se nos caiga de la boca, y un asombro pueril frente al mago que nos enseña un mediocre truco para mantenernos entretenidos.

Todos añoramos la infancia, pero todos sabemos que quedarnos en ella nos hace perdernos la extraordinaria plenitud de una vida compleja y llena de tesituras. No somos solo individuos, somos seres sociales, parte de un organismo con pasado y, sin duda, con un futuro. En nosotros viven los que nos precedieron y de nosotros vivirán los que ya llegan. A veces nos decimos que la vida es corta, y con ello, justificamos el aquí y el ahora, pero como bien descubrió Carpentier, al final de una larga reflexión sobre el ser colectivo, «la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse tareas». Y es en esa búsqueda de la trascendencia colectiva donde radica la siempre insatisfecha felicidad humana.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *