Fue la apoteosis cuando Rocky (Sylvester Stallone) venció al ruso Iván Drago en 1985, y el boxeador estadounidense recorrió el cuadrilátero con la bandera de su país cubriéndole el cuerpo.
La maquinaria Drago (el actor sueco
Dolph Lundgren) le sacaba una cabeza a Rocky. Además, se le presentaba como medallista olímpico con cien victorias por fuera de combate, capitán de infantería del Ejército Rojo, Héroe de la Unión Soviética y recibiendo inyecciones de esteroides, las mismas que le permitieron matar de un golpe a Apollo, el gran amigo de Rocky.
Al paso de los años, Rocky 4 sigue siendo la más debatida cinta del campeón fílmico, pero no hay crítico serio que deje de señalarle su patriotismo ridículo en tiempos de la Guerra fría.
Reagan campeaba en la Casa Blanca entonando loas al individualismo esgrimido por los neoconservadores. Su doctrina, tan dada al espectáculo, volvía a poner en marquesinas la amenaza soviética y, por ende, la necesidad de que Estados Unidos recuperara la primacía de líder mundial. Para ello –lo dejaba claro el mandatario– el país debía combinar fuerza e inteligencia encaminadas a desestabilizar, o derrocar, a los gobiernos marxistas, o a todo lo que se le pareciera.
Tanto el Rocky Balboa, vencedor del ruso Drago, como el Rambo triturador de vietnamitas de la segunda entrega, también de 1985, se convirtieron en patrones de la arremetida presidencial y fueron mencionados como ejemplos frente a conflictos internacionales en los que «el extranjero», el «otro», ponía en peligro los valores de una nación elegida para regir los destinos del mundo.
Actor con dones de comunicador, y consciente del poder propagandístico de un oficio que conocía muy bien, las referencias de Reagan al cine fueron una constante en sus discursos y lo convirtieron en un referente a imitar por algunos políticos, aunque con poca gracia en el caso de Donald Trump.
Las posibilidades aleatorias de realidad y ficción, dirigidas a sembrar ideas y contrarrestar ideologías, estuvieron presentes en las administraciones norteamericanas desde el mismo nacimiento del cinematógrafo, y uno de sus mayores objetivos fue la rusofobia, en vilo durante más de un siglo y con solo un respiro cuando, durante la Segunda Guerra Mundial, ante el avance del nazismo, le convino al país levantarle la veda al enemigo soviético.
Ya en la década del 20 del pasado siglo, el Gobierno estadounidense utilizó el cine para ponderar el arrojo del Ejército Blanco en la contienda civil rusa, y forjar una leyenda turbia contra el naciente Ejército Rojo. Los años 30 dan rienda suelta al desboque promocional de películas anticomunistas en las que Hollywood, más interesado en la propaganda que en virtudes cinematográficas, hace gala de un simplismo desconcertante, presentando a los rusos como seres monstruosos y dispuestos a hacer el daño (una visión modernizada, sin abandonar inquinas, en los filmes de James Bond, desde sus inicios, hasta nuestros días). Los arquetipos y artimañas van a desaparecer sorpresivamente en los ya citados días en que Estados Unidos entra en la guerra tras el ataque japonés a Pearl Harbor. Si Tarzán renuncia a sus leones para empinarse ante las hordas de Hitler, y Batman se enfrenta a un diabólico científico japonés, mientras el marine Joe Palooka reparte culatazos en trincheras nazis, cómo no traer a filas a los heroicos combatientes rusos que, en carne y hueso –nada de ficción, nada de muñequitos–, dejan estelas de muertos en el propósito de contener al gran enemigo de la humanidad.
Según algunos autores estadounidenses, la opinión pública del país era partidaria del aislacionismo, y ponía oídos sordos a la petición británica de colaboración militar. Pearl Harbor fue el empujón que necesitaba la administración de Roosevelt para argumentar la entrada en la guerra. ¿Pero cómo justificar la colaboración con una Unión Soviética vituperada hasta ese momento, cual si fuera el peor hijo de Satanás? Una vez más, desde que el cine es cine, el Gobierno tocó a la puerta de Hollywood y pidió cambiar las reglas del juego sin un mínimo de rubor. Fue así que del soleado cielo de California llovieron los más amorosos filmes exaltando a la URSS y a sus hombres y mujeres. Hasta un cierto realismo socialista –asumido con seriedad– se dejó ver en aquellos títulos: Misión a Moscú, El muchacho de Stalingrado, La estrella del Norte, Tres muchachas rusas, Días de gloria, Contraataque. El cine de ficción se acercaba a la realidad más inmediata y no se vacilaba en darle protagonismo al mismísimo Stalin, quien, en la piel de un actor, aparece en Canción de Rusia pronunciando un inspirado fragmento de su histórico discurso de julio de 1941.
Romance intenso, pero fugaz, pues una vez concluida la Segunda Guerra Mundial, y luego de acuñar Winston Churchill el término «telón de hierro», en una alocución del año 1946, el mundo volvió a girar hacia atrás y no fueron pocos los estudios que se disputaron la metáfora del Primer Ministro inglés para titular un filme anticomunista. Así nació, en 1948, El telón de hierro, de William Wellman, la primera película en su clase en reiniciar una nueva era de papilla antirrusa.
El filme fue un fracaso y el día de su estreno, en Nueva York, la policía tuvo que disolver una concentración de simpatizantes de la Unión Soviética, y de agradecidos por el papel desempeñado por ese país en la guerra, que trataron de boicotear la presentación. Hollywood, por su parte, debió moverse con prontitud para modificar guiones en filmación en los que personajes nazis –espías o militares– pasaron a convertirse, a golpes de tachaduras y agregados, en maléficos rusos.
La Guerra fría estiraba alas y con ella comenzaría una depuración interna en Hollywood. El sindicato de guionistas, de tendencia izquierdista, fue el primero en rendir cuenta ante la caza de brujas desatada, ya que varios de sus integrantes fueron acusados de mostrarse «demasiado sinceros y amigables» hacia los rusos; «más de lo que se les había pedido» –se adujo– durante aquel raptus de oportunismo antinazi. La mayoría fue a parar al exilio, o a una lista negra de la que todavía hoy se habla, mientras la fobia contra los rusos no ha dejado de afilar lápices y de escribir guiones.