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Mar 22, 2023

No clavetea los techos para cerrar el paso a las estrellas, porque el poeta es el Paria, el marginal con la cabeza llena de grillos, montes y viejos arcoíris heridos cuando alguien asesina a la belleza. El poeta no rompe el surco en la tierra; no siembra cañas para poner el azúcar sobre la mesa, ni asegura el techo para que la lluvia no empape las sillas de la casa.

El viejo trovador, el poeta, abre un surco a las palabras; hunde el sustantivo donde canta una semilla que se refugia en el aroma, la niñez, el amor y la muerte. No siembra la semilla de ojos duros que caen en la herida de la tierra, pero sabe que en los pequeños silencios se esconden la vida, la alborada, el pájaro que ya se posa sobre la rama sin nombre, para despertar al monte con pedacitos de músicas; el poeta descose la luz. No clavetea los techos para cerrar el paso a las estrellas, porque el poeta es el Paria, el marginal con la cabeza llena de grillos, montes y viejos arcoíris heridos cuando alguien asesina a la belleza.

Los obreros sudan la gota gorda llenando los barcos con la cosecha del año, y el poeta, el trovador, Alberto Tosca, abraza la guitarra, y suda la calentura de un dolor: «Calca una sonrisa con la nube / y el cristal miel vitral / no haces mal, corre a amar / tu lugar frente al mar / Paria,  / no estrujes más tus noches /  olvida los derroches / la guitarra fue a parir…».

Mientras la hormiga carga el trozo de pan para el hambre del invierno, la cigarra regala un canto que se eleva alegre y verde por las hojas, y rompe el silencio de la muerte. Por eso el poeta, el Paria, hace el más absurdo de los pedidos: «Trágate un pedazo de sol fresco,/ corre al huerto, siembra un gesto/ de cristal medio azuloso / no duermas en el reposo. / Móntate desnudo sobre el cuerpo / limpio y fresco de palomas / que abandonas en el aire /por si no te quiere nadie/ Paria, / desbroza el horizonte / el cielo sobre el monte / la alborada va detrás».

Tragarse un pedazo de sol fresco, como el caballo de Aquiles Nazoa, que se alimentaba de jardines; llenarse las venas de cierta claridad para atravesar la noche y encaramarse en las manos alzadas de la tierra. Dirán que el poeta no sirve para morder  a una montaña, pero alivia la mordida que cae sobre el hijo encadenado de los dioses. Hay otro pan que nos llovizna desde el cielo: La música entra por la ventana y llega hasta el oído de un ser vencido, y algo se levanta en el último refugio de las almas.

Ahora es tan difícil fijar la atención en un atardecer; en estos tiempos las lucecitas de la escena caben en las manos, y Narciso se multiplica en el derroche de los selfies que mueren ahogados por el precoz nacimiento de otra fama.

En estos días en que las flores artificiales pretenden derrotar el aroma de una rosa; ahora que los abrazos mueren por sobredosis de distancias, «desde la poesía nos negamos a rendirnos». Y más allá de Vallejo o Neruda, mi madre, a la sombra de la muerte y un algarrobo, echa agua a los helechos; tampoco mi fe se irá porque mantiene las alas pegadas a mi amor. Por eso, «Paria, / agárrate a las nubes / observa como sube / tu arcoíris de cristal./ ¡Paria!».

Agárrate a las nubes que no tienen fecha de nacimiento, ellas esconden la lluvia, la risa, la tormenta, el animal que salva el agua en la vigilia de la luna;  la luna que cae, rota en los charquitos de la memoria. Arrímate a la fiesta de la palabra que el verso es otro parto de la luz. Y la guitarra fue a parir, desbroza el horizonte, la belleza respira, y nos salva.

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