En estos días he sido un testigo de excepción sobre el inconmensurable significado de la frase A Cuba, ponle corazón. Se trata de una dramática narración de primera mano acerca de cuánto podemos alcanzar con nada más poner en función del prójimo, profundos sentimientos solidarios.
Temprano en la mañana del pasado sábado 22 de enero, me encontraba examinándome la vista en el Cuerpo de Guardia del Hospital Oftalmológico Pando Ferrer, en Marianao, y en el preciso instante que la doctora me recomienda un lavado ocular, es cuando, sin previo aviso, nace un fuerte dolor en medio del pecho. Nada más de percatarse que se encontraban ante un infartado, las cinco o seis doctoras que desarrollaban sus labores habituales en esa tranquila mañana sabatina, se empeñaron en tratar de sacarme de esta agobiante crisis.
Una me acostó en la camilla, mientras que otra me colocó una mascarilla de oxígeno, al mismo tiempo que me entregaron una pastilla de nitroglicerina y alguien insistió en el urgente reclamo telefónico de contactar con el SIUM. A todas estas, solo Dios y yo sabíamos de la intensidad de un dolor que invita a levantarte y salir corriendo para acabar con todo de una vez.
Por suerte, opté por la necesidad de apretar una mano, imprescindible reclamo humano en semejante estado. Al llegar el SIUM, el jefe del carro me saludó con la sonrisa más tranquilizante posible, pero al tomar la presión sanguínea, su rostro se transformó y manifestó esa criolla exclamación de ¡Vamos…, vamos!, que dice todo acerca de la gravedad en que nos encontrábamos. Ya con mis dos sobrinos en el parqueo del Pando Ferrer, ante el silencio del motor de la ambulancia, que no lograba arrancar, me conmueve el grito del paramédico al chofer del carro de ¡Oye, daleee…! En el rápido traslado hacia el Hospital Cardiovascular, las dosis de nitroglicerina que me suministraron durante el trayecto, resultaron como golosinas para el corazón. Incluso, al entrar a este familiar recinto capitalino de emergencia, me dieron morfina y tampoco surtió efecto, pero nos obsequiaron con otro detalle: ya estaban esperándonos, con todas las condiciones creadas para ser operado de inmediato por la técnica de mínimo acceso, mediante las prodigiosas manos del experimentado doctor Llerena, quien conoce de memoria el flujo de mis arterias coronarias al igual que el joven doctor Choi.
Así, prácticamente, en menos de una hora, pude transitar de un evento extremo, como es el infarto, hasta disfrutar de la certeza de que me han entregado otra oportunidad de compartir vida junto a ustedes. Y eso solo fue posible gracias al amor desplegado por todos los implicados en esta increíble historia. Bastaría nada más que una de estas personas no hubiera asumido como máxima prioridad la complejidad del momento, y otro pudo haber sido el desenlace final. Una vez en la sala de Cuidados Intensivos, disfrutamos plenamente de la magnificencia de un enaltecedor espectáculo, digno de los mayores elogios. Les hablo del tacto propio de un magisterio supremo a cargo de doctores, quienes sin dejar de revelar a los futuros especialistas los secretos de la Cardiología, les inculcan como condición primaria para salvar vidas, la necesidad de ponerle corazón a su entrega profesional, como hicieron conmigo.