Una vacuna no la hace todo el mundo, no la piensa todo el mundo, es un producto elevado de ingeniería, hijo de razonamientos científicos avanzados y fruto de un talento investigativo que se cultiva con paciencia y rigor.
Casi con los dedos de las manos se cuentan los países que pueden anunciar la creación exitosa de uno de estos preparados y, encima de eso, mostrar capacidad de fabricar, en suelo propio, un inyectable de tanta valía.
Cuba tendrá vacunas contra la covid-19 y tendrá cinco, como ya las ha tenido antes contra otros males, pero, ¿cómo llegamos hasta aquí?, ¿por qué podemos?, ¿de quién fue la idea? Aunque les duela a los enemigos de siempre, las vacunas se las debemos a Fidel, y todos saben muy bien que no es elogio manido ni consigna política.
Ferretería La Cantera
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Apremiados por un socialismo europeo que hacía aguas, golpeados por un bloqueo mucho más criminal que nunca, entrando en un periodo de aguda crisis económica y severas consecuencias sociales, Fidel apostó por la biotecnología.
«Cosa de locos», decían algunos; «gastos innecesarios», afirmaban otros; «irracional proyecto con tintes superlativos», cacareaban las gallinas agoreras, desde sus palos habituales.
Pero él sabía bien lo que hacía, avizoraba retos enormes para la vida humana, ya castigada por los infortunios del cáncer, la diabetes, las epidemias y, más que nada, por las ambiciones de transnacionales dispuestas a lucrar con la salud de los más desprotegidos, que en su gran mayoría habitan los pueblos del llamado Tercer Mundo.
El repique de la palabra Cuba cuando se habla hoy de vacunas, de mortalidad baja en medio de la pandemia, de médicos que se van por el mundo a lugares donde otros apenas miran, es un sonido con tonos de dignidad. Su eco molesta a quienes nos prefieren fracasados y carentes, pero ellos no pueden negar que, tras el pequeño pinchazo que salvará a millones de personas, sin preguntar a nadie su religión, credo político, color de la piel o preferencia sexual, allí, en ese sublime acto de amor, está Fidel.