Aun cuando opinar como profesión es tan antiguo como los sacerdotes, adivinos, consejeros reales, estrategas, filósofos, es la modernidad capitalista la que lo hace profesión masiva hasta el día de hoy, con la existencia abundante de periodistas, consultores, asesores, politólogos, filósofos, publicistas, como entes que pueblan periódicos, consultorías, centros de estudios, universidades, publicitarias.
Cuando el acto de opinar se convierte en tu instrumento de trabajo, entonces tu sustento depende de ello y necesaria e ineludiblemente, deja de ser un ejercicio individual, aunque se manifiesta públicamente, para convertirse en un ejercicio profesional y, por tanto, inserto en una dinámica económica esencial para el individuo que la ejerce.
Todos trabajamos para llevar el sustento a casa y en esa medida protegemos la fuente del sustento. Es una ilusión pretender que es igual el que opina, con mayor o menor tino, y luego regresa a su profesión de físico, que el que cobra al final del mes por las opiniones que ha vertido. Esa es una realidad objetiva que no será cambiada por discursos sobre ética y desgarradura pueril de vestiduras.
El opinador profesional está más sujeto, reconozcámoslo o no, a los mecanismos de reproducción social, sobre todo del poder, que los demás que opinan públicamente. Para ellos, no ser un escriba sentado es un acto más heroico que el del resto de los mortales. Nosotros podemos mañana dejar de opinar en espacios públicos y seguir con nuestra vida, esa libertad no existe en lo inmediato para el que lo ejerce como profesión. Por eso, lo limitado, conservador, aburrido, insuficiente, mediocre que puede ser un espacio institucionalizado de opinión, ya sea impreso, televisivo o audiovisuales, ante todo, responsabilidad de las estructuras del poder y no de los profesionales que ejercen el acto final de opinar en dichos espacios. Estos últimos, sin embargo, son el blanco fácil de todas las críticas. En ellos desahogamos nuestra ira cuando consideramos que no ventilan con suficiente ahínco nuestras frustraciones. Y son, en muchas ocasiones, el chivo expiatorio cuando algo no salió como debía.
Pero un profesional tiene el deber de afinar sus instrumentos, en ello no vale culpar al otro, la responsabilidad es solo tuya. Nunca vale degradar el oficio, rebajando su ejecución, para complacer, no vale la pena. Mucho menos se justifica cuando se es parte de un empeño por lograr un ser humano más pleno, más culto. Que repugne la idea que adscribe al concepto de pueblo, como necesidad, la condescendencia. Con esa receta de papilla insabora no se puede aspirar a crear cultura como fuerza emancipadora. Fuera la pedantería estéril, pero fuera también lo reductor que simplifica forma y en consecuencia contenido. Martí le escribía al pueblo. No le concedamos a la brutal operación imbecilante, que el capitalismo ejerce durante décadas sobre los pueblos, la victoria de reconocerle el éxito, asumiendo sus formas como camino ineludible de llegar a las masas. Todo lo que crea, crece. Todo lo que imita, la escala universal de nuevo empieza.
Felicidades al periodismo, a ese Fucik militante, incorrupto e incorruptible. A ese que llaman oficialista por ser revolucionario. Al que resiste estoico el asalto brutal de la mediocridad, de la contrarrevolución asqueante, de los quejosos y los quejantes, de los corruptos y los silenciadores. Al que resiste al adulador sibilino y al jefe funcional del discurso que complace. Al que resiste a diario la hegemonía de los medios enemigos y los combate, al que no deja la trinchera.
Felicidades al que ama tanto a la Revolución que no importa cuán cruento ha sido el día que fenece, mañana volverá con la pluma como arma a seguir dando batalla.