» Ven a ver, ven a ver! «
suele decirme Marta alguna que otra tarde cuando encuentra fotos de aquellos tiempos en los que Santiago y Bayamo aún tenían las huellas de la sangre, las marcas del coraje, el ímpetu de una juventud herida, pero brava.
Poco me importa si la invitación me llega mientras escribo contra cierre o con tiempo, si puse la coma o si la oración la dejo a medias, salto de mi silla como un rehilete y voy de prisa para escudriñar en la montaña de instantáneas sobre su mesa o en la computadora. No todos pueden tener día a día, sentada a un metro de sí, a Marta Rojas, «la periodista del Moncada».
Para cada imagen tiene una historia que contar, de esas que le dan a uno cierta envidia por las ganas de haber estado allí con un fusil o un bolígrafo, cosiendo brazaletes o apoyando a un herido, viendo a Raúl arrebatarle el arma a un soldado de la tiranía o escuchando el alegato de autodefensa de Fidel.
La mano no le tiembla cuando toma una foto –es como si la acariciase–, pero al narrarme esos pasajes de sabida heroicidad le palpita el alma queriendo salírsele del cuerpo y volver hasta aquel julio de 1953, cuando con esa misma mano, perpetuó en las páginas de la historia cómo un grupo de jóvenes ofrendaba su vida a cambio de la soberanía nacional.
Más de seis décadas después, cuando la juventud cubana vive otra vez tiempos de definiciones, le digo a Marta: «¡Ven a ver, ven a ver a los médicos junto a los enfermos, a los científicos fabricando vacunas, a los periodistas que continuamos tu legado, al pueblo en la tribuna viviendo, luchando en el Moncada de hoy!».