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·» Especial Cuba » Un animal de galaxia » Por Amador Hernández Hernández «

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Jul 27, 2021

De las entrañas de un humilde batey de central azucarero le brotó a la patria un héroe, o mejor, dos, pues, ciertamente, se hace difícil hablar de Abel Santamaría sin que se nos aparezca en la evocación esa figura con rostro de mujer, que un día fundara una de las instituciones culturales de mayor arraigo en la historia de la Revolución Cubana, la Casa de las Américas, cuando ya la palabra patria se pronunciaba con una melodía diferente.

El más joven de la familia Santamaría Cuadrado comprendió que su misión estaba más allá del perímetro vecinal del antiguo ingenio Constancia Larrondo. Lo descubrió antes su maestro Lima Recio, que lo había educado en el amor infinito al Apóstol de la independencia y en el convencimiento de que la obra del Héroe de Dos Ríos aún estaba inconclusa. Con el reconocimiento de El Beso de la Patria alimentó Abel su amor por los pobres de la tierra y la idea de su guía espiritual de que el que sirve a la patria debe estar siempre dispuesto a morir por ella.

La Habana, cargada de jóvenes dispuestos a cambiar el statu quo del país, lo convencería de que su deber estaba al lado de los que fundan y aman. La presencia de Fidel Castro, con su torrente de ideas encendidas ante el sepulcro de Eduardo R. Chibás constituyó el argumento definitivo para que sus anhelos encontraran el camino hacia la paz del futuro. A Cuba le había nacido, por el oriente, un líder auténtico, capaz de hacer la revolución necesaria. Otro discípulo de Martí desandaba las calles de la capital removiendo hasta la médula las tradiciones heroicas de un pueblo. Y aun cuando Fidel le confió la dirección del Movimiento en caso de caer en el intento, Abel advirtió que era el joven abogado el hombre grande de Cuba, el que debía vivir para hacer realidad los sueños, descosidos por décadas por gobiernos corruptos, de un pueblo incesantemente batallador. El líder de aquel puñado de jóvenes inquietos calibró al muchacho de Las Villas como antes lo habían hecho el eminente pedagogo encrucijadense al percibir en su alumno al futuro hombre de historia y, asimismo, el líder azucarero, forjado en la dura faena, cuando le comentó al médico comunista Nicolás Monzón: «Ese será de los muchachos que cambiarán la historia de este país».

Y no se equivocó el redentor de la clase obrera: el Moncada fue el proyecto generacional, guardado con lealtad suprema por sus miembros, para descabezar la tiranía y devolverle al país la dignidad con que los próceres fundadores hubieron de llenar la historia patria. Como Martí, igualmente Abel y sus compañeros de lucha para conseguir la paz harían la guerra.

Y a Santiago de Cuba se fueron, como bien canta el trovador, quizá buscando la vida, o la muerte, «eso nunca se sabe». La mañana de la Santa Ana convirtió a aquel hombre aparentemente común en un ser de otro mundo, con una historia que «tiene que ver con el curso de la Vía Láctea», no sin antes regresar con su hermana al batey patrio a despedirse de su familia, de sus amistades, de los fildeos espectaculares de su amigo Orlando Depestre, de las aguas cálidas del río Caunao con sus ramas cargadas de pomarrosas, de las guardarrayas llenas de cañaverales y árboles frutales donde el trino de las aves convida a la paz y al amor, de las muchachas que amó, de la vida pletórica de oxígeno y de esa sencillez de sus campesinos, hambreados, por los que ya estaba dispuesto a morir. Ni siquiera a su camarada de mil batallas, Vidal Muñoz, reveló el secreto de las acciones prontas a realizarse aquel 26 de julio por el proyecto Centenario.

Con la convicción de que Fidel era quien debía vivir y de que a morir también se aprende, «porque lo hermoso nos cuesta la vida», tomó con un puñado de jóvenes el hospital Saturnino Lora, pues una revolución bien podía comenzar en un minuto.

Su fe en el triunfo contribuyó a que la revolución no se diluyera en el fracaso y la desilusión. Los sueños de Abel y sus camaradas emergieron victoriosos el Primero de enero de 1959; una Revolución a la que moralmente nos debemos para la eternidad, con la misma fuerza con que otro animal de galaxia hubo de reiniciarla hace ya 68 años en los muros mismos del cuartel Moncada.

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